Manolo Monserrat Lecuona ha vivido gran parte de sus casi 91 años en el número siete de la calle Pelegrín de Uranzu, muy cerca de la plaza Urdanibia en la que tanto jugó durante su infancia. Este veterano vecino de la Parte Vieja ha sido un pilar importante de la Banda de Música Ciudad de Irun, y fue el tercer trompetista que tocó la Alborada el día de San Marcial. Por todo ello, la Asociación de Vecinos Alde Zaharra-San Juan ha decidido concederle su undécimo Txapelaundi Saria, premio que Monserrat recibirá este sábado al mediodía en la plazoleta de la Ermita Santa Elena.

91 años en el barrio, se dice fácil...

Todavía tengo 90, hay que ser un poco coqueto (ríe). Pero sí, nací en el mismo piso en el que vivo actualmente. Cuando me casé me fui a vivir en Anaka, porque mi mujer tenía un piso allí, pero después volví a mis raíces.

¿Qué recuerda de su infancia?

Yo era bastante trasto, en el sentido de que me gustaba mucho jugar a la pelota en el frontón Uranzu y al fútbol en la plaza Urdanibia. Pero con doce años me metieron en solfeo, porque entonces o ibas a solfeo, o ibas a dibujo. No me gustaba nada. Estuve tres meses haciéndome el enfermo. Pero mi padre era administrativo de la Aduana y trabajaba en la oficina con el director de la Banda, don Teodoro Murua. Un día el subdirector, Primitivo Azpiazu, fue a hacer alguna consulta al director y le preguntó a mi padre a ver qué tal estaba yo, porque llevaba tres meses enfermo sin ir a solfeo. Mi padre, sorprendido, le dijo ¿Mi hijo? ¡Qué va!. Y desde entonces tenía que ir con un papel en el que mi padre ponía Mi hijo Manolo ha salido de casa a tal hora, y cuando llegaba a solfeo el profesor tenía que firmar.

Sin embargo, es evidente que terminó cogiéndole el gusto a la música.

Sí. Después de solfeo hacías instrumento. A mí me gustaba el acordeón, pero mi hermano les quitó la idea de la cabeza a mis padres porque decía que era el piano de los borrachos. Entonces escogí la trompeta y mi padre me compró una y yo estaba contentísimo. Fui a la academia con mi estuche, más chulo que el Punteras, pero el director me dijo que ese instrumento lo iba a comprar la Banda y que yo tenía que tocar el fliscorno. Estuve muchos años con el fliscorno, pero cuando tuve medios me compré una trompeta.

Durante más de medio siglo ha sido componente de la Banda de Música Ciudad de Irun. ¿Cuáles diría que son sus mejores recuerdos?

Tengo muchos. Además de las salidas que hacíamos, ganamos varios concursos. Recuerdo que en Albí, en Francia, estaba la Banda de Luxemburgo. Les veíamos todos trajeados, con sus banderas, y nosotros ahí, que parecíamos cuarenta paletos. Pero nos dieron el premio de Honor. Tenemos una foto de aquella ocasión con Luis Mariano, que cuando se enteró de que iba la Banda de Irun allí fue a visitarnos y comió con nosotros. Uno de los músicos quiso que cantara una canción y Luis Mariano se levantó para hacerlo, pero su representante no le dejó.

También fue miembro de la txaranga de la sociedad Jostallu de la Parte Vieja.

Sí, creo que fue la primera que se formó en Gipuzkoa, en los años 50. Primero salían solamente con instrumentos de pega, en la boquilla le ponían papel de fumar. Eso en lugares cerrados se escuchaba, pero en la calle no. Entonces me pidieron a ver si podía reclutar a varios músicos para acompañar a los de pega, y así es como la formamos. Y estuve muchos años.

Además, fue uno de los primeros trompetistas en interpretar la Alborada de San Marcial. ¿Recuerda cómo surgió esta tradición?

Por lo que tengo oído, un año, antes de ir a la Diana, a Julio Tife se le ocurrió tocar una llamada que había oído en algún campo de refugiados, y Dionisio Zabala le acompañó con el redoble. Algún vecino lo escuchó y les dijo que era muy bonita. Entonces se empezó a hacer popular y Tife le añadió una segunda voz, que interpretaba Enrique Minchero, que estuvo varios años, no muchos. Luego ya entré yo. Habré tocado la Alborada alrededor de sesenta años.

Retomando su infancia en el barrio, sus padres regentaron una tienda en el mismo edificio en el que usted sigue viviendo, ¿verdad?

Sí, primero tuvieron una tienda de comestibles y después una frutería. Mi madre iba a Villafranca a comprar la fruta. Luego le alquilamos el local a un peluquero que se llamaba Neftalí Pérez. Y cuando él lo dejó, mi padre, que ya estaba jubilado después de haber sido administrativo de la Aduana y de la Palmera, puso un negocio de intercambio de novelas. La gente venía, dejaba una novela y se llevaba otra por veinticinco o cincuenta céntimos.

La noticia de que va a recibir el premio Txapelaundi salió a la luz hace varias semanas. ¿Le han felicitado los vecinos del barrio?

Sí, pero yo ya les digo que no he hecho méritos de nada. Pero ellos me contestan que algo habré hecho para que me hayan elegido.

¿Cómo espera que sea el acto de entrega?

Me imagino que será emotivo porque es algo que no esperaba. Y creo que ya sé quién está detrás de todo este homenaje, así que ya le voy a coger de la oreja a ver si es él (ríe).