Viaje al centro de la tierra
Las minas de Irugurutzeta y sus hornos son uno de los atractivos estivales para locales y visitantes
El Museo Romano Oiasso organiza visitas guiadas al entorno, donde se puede descubrir el pasado minero de Irun
- JOSEBA ZUBIALDE
- IRUN
«Encended las linternas y cuidado con la cabeza», aconseja Zohartze al abrir la puerta que da acceso a la mina de Irugurutzeta. El grupo que la sigue hace caso del consejo. Se aseguran de que el casco está bien puesto, encienden las linternas y se adentran en la oscuridad de la cueva. Lo primero que notan es el brusco cambio de temperatura. Lo siguiente, el silencio. Y si alguno de ellos tiene mala suerte, también sentirá un escalofrío por su espalda cuando una de las decenas de gotas de agua que caen de lo alto de la galería se cuele por el cuello de la camiseta.
Para sentirse un explorador o emular a Axel, protagonista de 'Viaje al centro de la tierra' del escritor Julio Verne, no hace falta viajar cientos de kilómetros. Basta con acercarse a las minas de Irugurutzeta y dejarse maravillar por uno de los pocos pedazos de historia de Irun que han logrado sobrevivir hasta nuestros días. Para ello sólo hay que apuntarse a cualquiera de las visitas guiadas que todos los miércoles, viernes y domingos (si se forma grupo) organiza el Museo Romano Oiasso.
El tren 'romano' se encarga de trasladar a los exploradores hasta Irugurutzeta junto a Zohartze, arqueóloga de profesión, que se encarga de guiarlos durante la visita. El primer paso es ubicarse y comprender que la mina está excavada en Peñas de Aia, monte que «surgió del mar como una bola de fuego hace 250-300 millones de años», explica la guía. Lo que hace especial a esta formación rocosa es su composición, que «no tienen los montes cercanos», cuyos 'ingredientes' son el granito y «mucho mineral, sobre todo hierro, cinc, plata y plomo». Las civilizaciones que habitaron esas tierras durante el primer milenio extrajeron principalmente hierro, «mientras que no fue hasta la llegada de los romanos cuando se empezó a sacar plata de la mina», cuenta Zohartze.
Después de conocer los detalles del entorno, los visitantes entran en el centro de interpretación, donde cada uno coge un casco y una linterna, y se dirigen a la puerta que da acceso a la mina. «¿Habrá monstruos ahí dentro?», pregunta inquieto uno de los niños a la guía, que lo tranquiliza asegurando que «no hay nada raro». Todos entran dentro y siguen en fila a Zohartze por la galería que, en algunos tramos, obliga a agacharse para no golpearse con el techo.
La galería que se conserva apenas tiene 150 metros. «A partir de aquí hay otra galería, pero está bloqueada por un derrumbe, así que no sabemos ni la profundidad de la galería ni adónde lleva», explica Zohar-tze al final del recorrido, al tiempo que alumbra una de las vagonetas que se utilizaban para transportar los minerales al exterior. En algunos puntos, en la pared aún queda la huella de los orificios que se hacían para colocar las cargas de dinamita para abrirse paso en la roca de la montaña. Un método más moderno, empleado a partir del siglo XIX, y con el que «se podían hacer galerías más grandes». No obstante, la técnica usada en la época romana y la Edad Media era algo más laboriosa y lenta. «Encendían una hoguera junto a la roca y la dejaban toda la noche para que la calentara. Al día siguiente, echaban agua bien fría para que se rompiera», explica. Con ese método, los romanos fueron capaces de construir galerías de 90 centímetros de ancho y 1,60 metros de alto.
La importancia de los hornos
«Qué mérito tenían para estar aquí y trabajar en las condiciones que lo hacían», exclama uno de los visitantes, mientras avanza hacia el exterior de la mina. La siguiente parada del grupo son los hornos. Una pieza fundamental en la minería local a partir del siglo XIX, convirtiendo a los dueños de las instalaciones casi en alquimistas. Zohartze explica que lo que más abundaba en las minas era el carbonato de hierro, «de menor valor que el óxido de hierro», pero que gracias a un proceso químico que se producía al someterlo a altas temperaturas en los hornos se convertía en el preciado óxido de hierro. El proceso era sencillo: «se ponía una capa de carbonato de hierro, una de carbón, otra de carbonato de hierro, otra de carbón y así sucesivamente. La proporción era de 30 kilos de carbón por cada tonelada de carbonato de hierro. Se prendía fuego y el fuego provocaba que la química del mineral cambiara, ya que durante el proceso perdía agua y ácido carbónico». Para que los hornos pudieran soportar las altas temperaturas su interior estaba forrado con ladrillos refractarios.
De los once hornos que llegó a haber en el lugar, hoy en día tan sólo se conservan nueve, algunos rectangulares y otros redondos, estos últimos con 'ventanas' para que «entrara el aire y el fuego ardiera con mayor intensidad». El óxido de hierro que se obtenía tras la calcinación se descargaba, por efecto de la gravedad, en vagones de tren que se encontraban en la zona bajo los hornos. «Luego se llevaba el material en tren a Irun, Hendaia o donde hiciera falta», comenta la guía.
Ocaso de Irugurutzeta
Hasta 1941 las minas y los hornos estuvieron activos. En los últimos años el entorno y sus instalaciones fueron explotados por, entre otras, empresas belgas y vizcaínas, y en 1936 la propiedad pasó a manos de una firma alemana. «Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial se acabó la actividad aquí ya que se crearon máquinas para realizar la oxidación de forma más rápida», explica Zohartze. Fue así como el entorno pasó a un letargo de décadas, casi olvidado y visitado por algunos aventureros irundarras. Una 'hibernación' que llegó a su fin en 2008, cuando «el Ayuntamiento de Irun decidió potenciar esta zona para visitantes». Los trabajos de adecuación del entorno y la recuperación de algunos hornos han dado como resultado una zona atractiva no sólo para los visitantes, sino también para los irundarras que quieran conocer algo más de su historia.
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